"Esto es mi estrés, esta es mi vida, yo soy esto” sentenciaba Mohammed al describir su dibujo. No había dudado ni un segundo en tomar el papel y llenarlo de líneas y manchas de diferentes colores. Además del resultado, verle pintar era hipnótico. Los trazos parecían estar listos en su mente antes de que su mano los plasmara en el fondo blanco. Su cuerpo de pronto era solo el instrumento que expresaba lo inteligible de los pensamientos que rumiaba en su mente.
Un entorno tan sumamente hostil es una barrera al desarrollo emocional de un joven. Sobrevivir una día más es la única meta. Conseguir comida, no pensar demasiado y cada noche jugársela para colarse en un ferry en lo que llaman “el risky”, arriesgándose, efectivamente, a palizas y accidentes mortales.
El sueño europeo se convierte en pesadilla una vez pisan tierra española. El tiempo se para, no hay crecimiento, no hay desarrollo, no hay nada más allá de aprender a lidiar con la desesperación de verse encerrados, despreciados y maltratados. No hay niñez ni adolescencia porque no pueden permitírsela. Están solos, repletos de cortes de concertina, de golpes de porra, de puñetazos, de esguinces, pero son valientes a pesar del miedo, no les queda otra opción, se organizan para dormir en chabolas que construyen escondidas por la ciudad, comparten estrategias y contactos de personas que puedan ayudarles, pero todo lo que desean está fuera de su control. Son víctimas de políticas racistas que solo ponen trabas para no tenerles aquí.
¿Qué hacen con ese sufrimiento? Comunicar no es tan fácil. Quizás hablen entre ellos, o quizás oculten sus emociones como forma de autoprotección. La barrera idiomática nos aleja de ellos, pero aunque no lo hiciera, las palabras se quedan cortas.
Sin embargo, el cuerpo siempre habla y deja salir lo que no se consigue verbalizar. El arte es una forma de comunicar sin conceptos, sin términos, sin la objetividad del lenguaje oral. El arte no se hace con la finalidad de que se entienda, sino para canalizar la vorágine de emociones interna.
Comenzamos a llevar material de pintura a nuestros encuentros con los chicos en la playa, y de pronto muchos de ellos empezaron a hablar a través de los colores. Pintaron, como Mohammed, su propia mente, pintaron aquello que echaban de menos, como sus casas o su equipo de fútbol, pintaron lo que más ansiaban, el ferry, un avión, pintaron lo que quisieron, sin normas.
Algunos de ellos se apartaban para evadirse del ruido mientras pintaban, o para que nadie viese lo que querían plasmar. Se hacía el silencio entre quienes trabajaban absortos en sus papeles. Se respiraba la calma de estar haciendo algo solo por el placer de hacerlo.
Los ratos de playa son estratégicos para mantener el contacto directo con ellos, hacer curas rápidas, responder dudas sobre sus procesos administrativos o prestarles un móvil con el que puedan llamar a sus familias, pero también son espacios de ocio, de desconexión, donde jugar a la pelota, a juegos de mesa, saltar a la comba o, ahora, pintar. En resumen, el tipo de actividades que chavales de su edad deberían poder hacer despreocupadamente.
Mohammed pintó, en cuestión de unos minutos, lo que no había podido transmitirnos con palabras desde que le conocemos. Y gracias a su representación, podemos hacernos una idea de lo que quería decirnos.
Queda mucho que pelear para que las personas en tránsito tengan una vida digna, pero mientras nos dedicamos a la denuncia constante de estas vulneraciones de derechos humanos, disfrutamos también de ver cómo estos momentos suponen pequeños parches en la salud mental de los jóvenes con los que trabajamos en nuestro día a día.
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