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Racismo

En las últimas semanas, el mundo ha observado horrorizado las consecuencias del racismo y del discurso del odio que tan común se está volviendo escuchar por parte de políticos en todo el mundo.


Mientras en EE.UU. cada ciudad reunía a sus habitantes en concentraciones masivas de rechazo al racismo institucional que tan arraigado está en el mundo, su presidente continuaba escupiendo su discurso del odio, divisorio y racista, contra ellos. Odio, tan sólo porque se atreven a mostrar su rabia por un racismo que se lleva a diario por delante tantas vidas, a anunciar que se ha llegado al límite y a reclamar un cambio.


Y como ellos, en solidaridad, se han manifestado en señal de apoyo millones de personas en un sinfín de ciudades en todo el mundo, reclamando cambio, y una solución definitiva al racismo institucional.


Y aún así, en Europa, aunque los líderes se hayan esforzado por distanciarse de la postura del gobierno de EE.UU. e incluso hayan llegado a expresar su apoyo a los manifestantes, la inmensa mayoría sigue sin condenar o siquiera mencionar el racismo que tan arraigado está en la mayoría de los países europeos, y que crece día a día.


No es suficiente ver el mal ajeno, tenemos que hacer un ejercicio de introspección y darnos cuenta del racismo que se vive día a día en un continente que prefiere dejar morir ahogadas a personas de raza negra en lugar de acogerlos; que encierra a solicitantes de asilo y migrantes en campos que más parecen cárceles que hogares; que obstaculiza la llegada de personas que huyen del horror y que se niega a crear vías de migración seguras para todos aquellos que vienen de países con personas de otras razas.


La hipocresía es incluso más impactante al ver que los gobiernos hablan de mejoras de condiciones para migrantes y condenan las expresiones de racismo pero, a la hora de legislar, imponen leyes discriminatorias, evitan impulsar el cambio para combatir el racismo institucional e incluso silencian aquellas voces que intentan concienciar a la población de aquello que sus gobiernos hacen en su nombre.


Todas tenemos la posibilidad de alzar la voz, no sólo en apoyo de aquellos que luchan contra el racismo que existe en otros países sino también contra el que tenemos cerca. Tenemos que luchar contra la convicción de que “esto aquí no pasa” y abrir los ojos a la realidad que viven millones de personas en Europa, experimentando discriminación y racismo en su día a día.


Cada día, en Melilla, observamos las consecuencias del racismo, la división y falta de entendimiento que conlleva el discurso del odio ignorante que demasiados políticos empujan actualmente, y que lamentablemente, pocos de los que los escuchan se deciden a cuestionar.


Por racismo, se acepta que en Europa tengamos a niños viviendo en las calles, en condición de absoluta indefensión, por el hecho de no ser blancos.


Por racismo, se acepta, que, en plena pandemia, se encierre a cientos de personas en condiciones infrahumanas y con políticas discriminatorias, por el hecho de no ser blancos.


Por racismo, se acepta que, durante una crisis sanitaria, se hacinen a miles de personas en centros de recepción colapsados, doblando su capacidad y sin la posibilidad de aplicar medidas de higiene o distanciamiento algunas, por el hecho de no ser blancos.


Nos preguntamos qué más tiene que pasar para que las cosas cambien, para que enmendemos errores y sembremos unión y no división, y para que todos nos demos cuenta de que tenemos mucho más que nos une que que nos separa.


El cambio en nuestra sociedad, parte de la aceptación de todo el daño que ha causado el racismo, y sobre todo, del entendimiento de que el silencio a posturas racistas es racismo.

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